NUEVA ZELANDA


 

Durante cuatro años pasé por muchos lugares. Uno fue un colegio de arte. Lo sorprendente fue lo que vino al final de todo este ciclo, no durante mi paso por allí.

Recuerdo como si fuera ayer dos calles: una daba a la avenida, y la otra, a una calle oscura y más estrecha. Ahí de pie, se alzaba el colegio como viejo castillo sobre la vera del cerro.  Mi llegaba fue inesperada y generó gran hecatombe en todo el pueblo: “el profe de inglés que viene de la capital sureña”. 

Entré al aula y sentí nuevamente después de tanto tiempo esa energía juvenil. Ese intenso fluir de la vida. Chicos y chicas de quinto año a punto de terminar y abrirse al mundo. Los vi tan curiosos ese primer día de clase que opté por conversar con ellos.

Las clases no sólo eran clases de idiomas, sino enseñanzas de vida, cinco minutos antes de que tocara el timbre optaba por charlar, poner cuestiones de papeles al día o la magia de un “chicos cómo están” hacían muchísimas veces maravillas que los directivos desde fuera y ajenos a mi materia no entendían del todo.  A menudo quedaban desconcertados.

- Hola chicos, ¿cómo va todo? - pregunté por costumbre.

- Bien, profe, usted siempre nos cuenta un millón de historias... cuándo nos va enseñar sobre los países que nos dice... nos gustaría aprender... no sé... estaría bueno...  

- Bueno, entonces vamos a organizarnos en grupos de cuatro y sacan un país y una fecha de exposición.

- ¡Buenísimo profe, voy yo! - dijo la entonces abanderada del colegio. Se apresuró y sacó un número y una fecha.

- ¿y qué salió? - dije.

- Nueva Zelanda... en junio... justo antes de las vacas, profe...

Muchos placeres y tristezas me dio la docencia. Algo me apasionó y fue el poder transmitir el conocimiento. El posicionar a alguien con algo que es tuyo y luego empieza de a ser de ellos. Las tristezas mejor no recordarlas. No valen la alegría. 

Llegó el día esperado y el grupo de exposición era NUEVA ZELANDA. La rectora me llamó a su despacho y se puso a discutir cuestiones de resoluciones ministeriales que poco y nada tenían que ver con el diario vivir o la muestra que estaban dando los grupos de estudio con todos los países respectivos. Eran chicos impresionantes. Mi mayor esperanza era con ellos.

Salí corriendo de ese aguantadero. Los chicos ya me estaban esperando con láminas llenas de fotos que iban desde platos típicos, edificios históricos, mapas geográficos, mapas conceptuales, y, en este caso, diapositivas power point. Fue la clase más magistral que recuerde en mis casi trece años de experiencia docente. Pedí permiso para sacar fotos y guardarlo. Cuando algo es tan grande con la memoria no alcanza. 

Pasó ese año y muchos de los chicos de ese curso me eligieron para entregarles medallas y diplomas en su año de egreso. Justo el año anterior a la pandemia. ¡Fue hermoso! Les entregué regalos y todo terminó. Algunos padres suspiraban como quien ve en un hijo mayor el trabajo cumplido luego de varios años de crianza. 

Cayó 2020, un año de aislamiento, depresión, hipertensión, insuficiencia de potasio y un gigante pico de estrés que me dejó prácticamente fulminado.  Llegó 2021, otro año de aislamiento, el colegio, las horas online, las nuevas leyes laborales, trabas burocráticas, lo hicieron imposible. Dejé el cargo en aquel colegio de arte. Comencé a escribir, concursar, dictar mis talleres de escritura, cerré el ciclo con ellos definitivamente ese año.  Presenté la renuncia a todas mis horas interinas y titulares. Me fui silbando bajito.  

Esa noche, yendo a la carnicería del barrio a comprar la cena,  encuentro a los muchachos de siempre y todo parecía normal.  Pedí un kilo de milanesas y salí rumbo a casa. A mitad de camino me encuentro entre lo oscuro una persona muy joven, casi adolescente, con un barbijo negro. Me miró, la miré.   

- ¡Hola profe, no se acuerda de mí! - preguntó sonriendo con una admiración que se delataba en el brillo de sus ojos.  

- Perdón es que con el barbijo es muy difícil saber quién me saluda - le dije en un sincericidio.

- Je je no hay problema profe, suele pasar... Soy Nueva Zelanda...

- ¡Hola claro que me acuerdo! ¡Fue la mejor clase que vi! - le dije emocionado.

Nos miramos con una complicidad que nosotros entendíamos solamente.

- Cuando pase la pandemia, ¿vas a viajar, cierto? - le pregunté.

- Obvio ahora que aprendí tengo que conocer.

- ¡Claro que sí! ¡El mundo es demasiado grande!

- Sí, profe. El cielo es el límite.

 

La oscuridad de la calle nos tapó y desaparecimos.         

 








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