EL INSTANTE

 



Me mataba. Me asfixiaba. Me dolía detrás de las orejas. Mi respiración se volvía caliente, pesada y fétida como cuando uno viaja y entra a un baño público. Tenía y debía, por ley, llevar puesto el barbijo.  

Entiendo que en las grandes ciudades es necesario pero en donde yo vivo, el oxígeno es siempre puro. Al respirarlo, se entremezclan aire, cerro, el sabor húmedo del viento, lo agreste de la tierra y la mierda. Lo urbano y lo salvaje conviven. Los paisajes cordilleranos únicos en el mundo atraen todo tipo de gente. Muchas veces, se ven avutardas o flamencos planeando sobre el lago. Un espectáculo natural único.  

Soy Marcos, tengo 40 años y vivo en un pueblo que es como todo pueblo: con su rutina y su tedio, su temporada alta y baja, su calma y su locura. Al sur del sur con su lago y su cerro.

Ese día iba ser largo. Tenía muchas cosas por delante. Primero, hacer las compras semanales. Después, salir por la levotiroxina para el hipotiroidismo de mi mujer. En Patagonia cada paso es paso de gigante, igual que sus distancias.  

Adoro respirar profundo y sentir el viento que entra por las fauces de la nariz, luego, pasa por el tabique hasta llegar a saborearlo en el paladar, tan fuerte y profundo como un beso. Sin embargo, el barbijo escarlata se me había aferrado a la respiración. Sentí pavor.  

Tras la pandemia el pueblo no era el mismo: algo murió en sus calles, su corazón estaba vacío. Ya no se olía tierra o viento, al contrario, se podía tocar la tristeza. Vi sus luces, los negocios del centro, parecía estar muerto. Su costanera estaba vacía y sus habitantes no estaban. ¡Era un pueblo fantasma!  

Llegué. Estacioné el auto. Me bajé. Cerré con llave y emprendí camino al supermercado. Estaba frío y el viento helado soplaba sin parar silbando entre las casas y los negocios. La poca gente que circulaba por la calle era irreconocible con los barbijos puestos. Se respiraban el frío y la desolación, y el calor del propio aliento detrás del barbijo.

Bienvenido, señor a nuestra cadena de supermercados. Estire los brazos y descubra las manos – dijo el hombre rociándome con alcohol.

Gracias – dije respetando la norma.

Compré todo rápidamente. Sentí húmedas las mejillas y mi respiración, salada. Me abrí paso entre las góndolas. Controlé el estado de los productos, sus precios, las diferentes marcas. Los cargué uno por uno. Fui a la caja a terminar el trámite. Me coloqué a un metro y medio de distancia como indicaba el protocolo. Esperé mi turno.

Salí apresurado rumbo al coche. El aire frío se hacía sentir en las extremidades. Pronto vendría nieve. Lo sabía. Me quedé un segundo observando la calle y las esquinas. Encendí el motor y salí rumbo a la farmacia.

Me bajé dejando el auto con el freno de mano y la baliza. Su luz intermitente alumbraba por un segundo tanta soledad.

La farmacéutica me atendió con cierto miedo y distancia. Se notaba cierta tensión en todo el pueblo. Algo que nunca se había visto antes. Pedí la levotiroxina, pagué con débito y me fui. Tenía todavía un largo tramo de regreso. Sintonicé la radio y seguí camino.

Me sentí muy triste respirando mi propio monóxido de carbono. Miré por todos lados, no había nadie. Vacío. Se me nubló la vista. No quería llevarme una imagen así: tan horrible. Me empezó a doler muy fuerte el pecho. No podía aguantar más. Todo alrededor me daba vueltas. Me estaba asfixiando el barbijo otra vez. Sentí ganas de huir, retroceder el tiempo. Sabía dónde ir: mi porción de cielo en la Patagonia.

Llegué a destino. Estacioné el auto y bajé en la costanera. Tenía la margen entera del lago rendida a mis pies: cielo y tierra, juntos. No lo pensé más. Me arranqué el barbijo a orillas del lago. Arrodillado respiré hondo el aire, el cerro, el viento, la tierra y la mierda inclusive. Por primera vez, en meses, me fue posible respirar. Una gran ráfaga de aire puro y frío me abrazó la cara.  

Poco a poco, me fui incorporando. A mi izquierda, tenía el pueblo a mis pies. ¡Era portentoso! Sentí pasos y giré la cabeza. Estaba lleno de personas buscando lo mismo que yo. Todos me conocían y yo, los conocía a ellos. Uno de los chicos me saludó de lejos. También estaban mi peluquero, mis compañeros del trabajo y dos de mis vecinos. Los reconocí y me reconocieron. Este era mi pueblo. Se respiraba aire puro.  

De pronto, levantamos las manos todos juntos al mismo tiempo. Un par de bandurrias planearon muy cerca de la orilla. El lago que algún explorador llegó a llamar “el mar interno” rugía saludándonos. Todo el pueblo estaba allí. Las bandurrias levantaron su vuelo. El viento nos rozó los dedos y nos acarició las mejillas. Para mi sorpresa, el peluquero se arrancó el barbijo también y los demás lo siguieron. Se hizo un profundo silencio y todos respiramos…   

 


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